José Pardina (periodista)
¿Cuál era su libro favorito de niño?
El primero del que tengo memoria cierta, antes incluso de saber leer, era un gran volumen con los cuentos de Hans Christian Andersen. Estaba fuera de mi alcance, en las estanterías altas de la librería del cuarto de estar. Por las tardes, mi madre nos leía las peripecias seriales de "La sirenita", "El patito feo", "La cerillera", "El traje nuevo del emperador", "La princesa del guisante"… También recuerdo que "La reina de las nieves" me produjo tanta fascinación como inquietud.
¿Recuerda algún libro ilustrado con especial cariño?
Los libros de la “Colección Historias” de Bruguera alternaban un par de páginas de texto con otra ilustrada en plan tebeo. Allí descubrí a Miguel Strogoff, el correo del Zar; Oliverio (sic) Twist, de Carlos (sic) Dickens; Genoveva de Brabante y a una Moby Dick edulcorada. Lo malo, o no, fue que aquellas viñetas desviaron mi afición lectora definitivamente hacia los tebeos. No volví a leer libros sin ilustrar hasta la adolescencia. Pero devoré colecciones enteras de cómics. En los primeros años de colegio falté mucho a clase por culpa de ataques de amigdalitis recurrentes (‘anginas’, se decía entonces). Fiebre y cama eran el remedio, pero la fiebre se pasaba en una noche. El resto de la semana, en la cama, tenía todo el día para las colecciones completas y encuadernadas de “Hazañas Bélicas”, el “TBO”, “El Capitán Trueno”, “El Jabato”…
¿Quién le recomendaba libros cuando era pequeño?
Más que recomendar, mis padres nos los iban proporcionando, en pequeñas dosis y en ocasiones especiales: vacaciones, reyes, convalecencias… Mucho más adelante, mi hermana mayor me descubriría a Orwell y a Tolkien en inglés. Sigo estimando al primero, pero no puedo con el de los anillos.
¿Leía a escondidas?
No hacía falta; leer fue mi primer vicio legal, social y familiarmente admitido. En vacaciones podía pasarme mañanas y tardes enteras sin levantar la vista de Pulgarcitos, Jaimitos, Mortadelos, Pumbys y Tintines. Diferente era por la noche, en invierno, con una linterna que periódicamente era confiscada; también me recuerdo leyendo a escondidas los sábados y domingos al amanecer, la casa fría y en silencio, antes de que nadie se levantara.
¿Se compraba sus libros, iba a la biblioteca, tenía libros en casa…?
Había bastantes libros en casa. Recuerdo pasar la vista mecánicamente por sus lomos, aprendiendo de memoria nombres extraños, muchos lustros antes de saber nada de ellos: Thomas Mann, Somerset Maugham, Vicki Baum, Pearl S. Buck, Maxence Van der Meersch, Lajos Zilahy… Y las misteriosas palabras grabadas en oro, como conjuros en los siete tomos de la enciclopedia Espasa abreviada: “Bel-Cozvíjar”, “Ocrán-Sanabú”, “Sanaco-ZZ”… No pisé una biblioteca hasta la Universidad, y tampoco disponía de dinero para comprar mis propios libros. Ahorraba toda la semana pero me gastaba la paga en discos: Beatles, Who, Monkees… Sí recuerdo que, ya adolescente, mis padres nos dejaban participar en la selección mensual del Círculo de Lectores. Así entraron en casa Samuel Beckett, Françoise Sagan, Carmen Laforet, Vargas Llosa, Borges, Morris West, Knut Hamsum, Kawabata, Solzhenistin. Una gozada y una revolución, en pleno franquismo.
¿Tiene alguna anécdota de cuando era pequeño relacionada con los libros?
Mis primeros libros “de verdad”, sin ilustraciones, fueron dos muy populares entre los preadolescentes buenines españoles de los años sesenta: “Amor: Diario de Daniel”, de un cura francés; y “La vida sale al encuentro”, también de un jesuita, Martín Vigil, luego “rebotado”. Pretendían ser una especie de iniciación a la vida, una educación sentimental cristiana y guay, pero los leíamos casi como si fueran libros prohibidos. A partir de ahí, y hasta la época preuniversitaria, nuestras lecturas ya pasaron a ser algo “íntimo y personal” que jamás se comentaba en casa. Desde las turbadoras “Mil y una noches” originales hasta “El lobo estepario”. El amigo enterado que todos tenemos me pasó las ediciones mexicanas de “Las manos sucias” y “La fulana respetuosa” (sic) de un tal Sartre. Casi me da algo.
También recuerdo el primer día que entró en casa una revista ilustrada que no era el “¡Hola!”. ¡Marilyn Monroe en la portada de “Triunfo”! Me quedé fascinado, creo que fue la primera vez que me sentí “moderno”.
¿Qué tres libros para niños recomendaría?
No tengo mucho conocimiento de los niños ni de los libros de ahora. A mi hija le encantaban, de pequeña, los libros de la serie de “El pequeño vampiro”. Y devoraba los primeros Harry Potter en días (yo sólo pude con el primero). También estaba suscrita a una colección infantil que se llamaba Leo Leo. Me gustó Roald Dahl cuando lo descubrí, pasados ya mis cuarentaymuchos.
Algunas ediciones nuevas de libros antiguos retocan los textos para que resulten políticamente correctos ¿Qué le parece?
Creo que aquí se mezclan dos cosas: la corrección política y la sobreprotección de la infancia. Ya adulto eché un vistazo a los cuentos originales de los hermanos Grimm y me quedé espantado por su crueldad y sadismo: las hermanas de Cenicienta se recortaban literalmente los dedos para poder calzarse el zapatito de cristal; Rapunzel era canjeada por comida y violada por su rescatador; era la madre celosa de Blancanieves, y no una madrastra, quien quería acabar con Blancanieves… Demasiado fuerte para nuestros delicados retoños, aunque quizá no para los críos de hace 200 años. La corrección política va por épocas y se centra en obsesiones cambiantes. Yo creo que la buena literatura infantil y juvenil nunca debería ser pedagógica ni adoctrinadora; todo lo más, formadora: mostrar las cosas como son y, quizás, como deberían ser, sin disfrazarlas ni falsearlas. Y siempre, siempre, fascinante. Ni La cabaña del Tío Tom ni los Cuentos de Kipling; ni Alicia ni El diario de Ana Frank tendrían que ser “retocados”, por mucho que en ellos aparezcan esclavos, colonialismo, conflicto, violencia y machismo.
De todas formas, y esto me parece importante, cuando publicábamos la revista Muy Junior, confirmamos lo que cualquier padre sabe: que los rapaces de 5 a 8 años no tienen nada que ver con los niños –y niñas, aquí sí– de más de 10 años.
¿Cree que está bien planteado el tema de la lectura en el colegio?
No tengo ni idea. No en mis tiempos, desde luego; me obligaron a leer el Quijote –condensado– en primaria y no pude volver a él hasta hace unos años.
¿Cómo enfoca el tema de la lectura con sus hijos?
Muestra, no declares. Mi hija nació y creció rodeada de libros y revistas de un modo natural. De pequeña, le leía cuentos cada noche. O me los inventaba en la oscuridad. No hay nada como el ejemplo: ella me veía leyendo casi a todas horas y en su colegio también leían continuamente (¡hasta “fabricaban” sus propios libros!). Ingenuo de mi, cuando a sus 10 años le quise recomendar “El guardián entre el centeno”, me confesó que ya lo había cogido de mi biblioteca y se lo había leído. A escondidas. En cualquier caso, como afirma Judith Rich Harris en su indispensable “El mito de la educación”, la influencia de los padres, por suerte o por desgracia, es muy relativa, tirando a escasita. Sospecho que hoy, ya adulta, mi hija lee menos que cuando tenía 10 años.
José Pardina (Huesca, 1953) es periodista. Licenciado en Historia Moderna por la Universidad Central de Barcelona; y en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona. Lleva más de 30 años editando y dirigiendo revistas.
*La foto de la cabecera es de Pilar Nasarre.