José María Contreras Espuny (escritor)
¿Cuál era su libro favorito de niño?
De niño-niño, de niño en medio de su niñez, no lo sé porque no recuerdo esa época. Es como si no hubiera existido. Tuve que pasarla porque de otra forma no estaría aquí. Incluso escucho historias donde mi madre me evoca como un niño ensimismado y soñador (otros más neutrales aseguran que más bien parecía medio lelo). Hasta que no se me despertaron las hormonas, no lo hizo la memoria, por lo que se puede decir que nací, al menos para mí mismo, con 10, 11 años. Ahí sí disfruté mucho con novelas de misterio y aventura. Recuerdo especialmente las de Joan Manuel Gisbert, que además vino al colegio a dar una charla. Traía representante, y como yo no sabía para qué servía un representante, supuse que el escritor estaría tan metido en sus historias, que necesitaba alguien que le atara los cordones o que le diera un toquecito cuando el semáforo se ponía en verde.
¿Recuerda algún libro ilustrado con especial cariño?
Le he preguntado a mi madre y no recuerda. Al fin y al cabo tenía otras ocho criaturas gritando a su alrededor. No estaba para detectar predilecciones. Sin embargo, el domingo pasado, José, mi mayor, cogió un libro en casa de mis padres para que se lo leyera. Al hojearlo, me di cuenta de que no era la primera vez que lo veía. Trasto y el mago se llamaba. Contaba la historia de un mago que tenía que lidiar con un monstruo ciclópeo que a la postre resultaba entrañable. Fue muy emocionante: no lo recordaba, pero lo reconocía.
¿Quién le recomendaba libros cuando era pequeño?
Al parecer íbamos a la biblioteca del pueblo, cada uno escogía un libro y a la semana siguiente volvíamos para devolverlo y coger otro.
¿Leía a escondidas?
Creo que no porque mi madre nos insistía mucho en que leyéramos, incluso teníamos horas de lectura obligatoria. Así que no; hubiera sido como sacar el lavaplatos o hacer la cama a escondidas.
Luego, con lo de las hormonas, sí. Como forma de rebeldía. Cada vez que me obligaban a ir a misa o a figurar en algún acto en contra de mi voluntad, buscaba la última fila y sacaba el libro.
¿Se compraba sus libros, iba a la biblioteca, tenía libros en casa…?
Un poco de todo. La biblioteca, como se ha dicho, y también en casa. Teníamos estanterías llenas de libros y mis padres siempre lo han considerado un gasto de primera necesidad.
¿Tiene alguna anécdota de cuando era pequeño relacionada con los libros?
Varias, aunque casi todas de oídas. Sé que me obligaron a copiar la primera parte del Quijote para mejorar la letra. La caligrafía se quedó igual o peor, pero se me clavaron en la memoria las ilustraciones de Doré y, según cuentan, estuve unos meses diciendo “vuesa merced” a todo el mundo.
Finalmente, con doce años sucedió la epifanía: cayó en mis manos una antología de Luis Cernuda y descubrí el lenguaje literario. Un lenguaje que no buscaba tanto comunicar, sino propiciar la belleza. Aquello me maravilló y me tiré años leyendo literatura dura, sin cortar. Unos ritmos… unas colisiones entre sustantivos y adjetivos tan improbables, tan fecundas… Entendía muy poco, pero me encantaba, como quien adora y se ve transportado por una canción en un idioma que desconoce.
¿Qué tres libros para niños recomendaría?
Mis recomendaciones son desde el bando adulto, que es cuando me he acercado a la literatura infantil con más conciencia. Ahora estoy disfrutando libros que con trece o catorce años rechazaba por parecerme que eran demasiado tontos… y el tonto era yo. Ahora estoy redescubriendo toda esa literatura y valorándola como no supe hacer entonces. Así, por ejemplo, con Roald Dahl: me parece que sus libros infantiles son más inteligentes y están mejor escritos que sus relatos para adultos.
Pero bueno, tres libros para niños. Por edad, empezaría con Fray perico y su borrico de Juan Muñoz Martín, luego Cuentos para jugar de Gianni Rodari (un prodigio de sentido del humor y creatividad), y finalmente, ya en la literatura juvenil, el colosal Rudyard Kipling, probablemente Kim.
Algunas ediciones nuevas de libros antiguos retocan los textos para que resulten políticamente correctos. Es el caso de Los cinco, de Enid Blyton. ¿Qué le parece?
Me parece de una mediocridad indecente. ¿Quiere usted reconsiderar los roles o derrocar estereotipos a través de la literatura? Estupendísimo: escriba, cree usted una historia de la capacidad sugestiva de aquellas otras que parchea o remeda. Si un escritor quiere dar su imagen del mundo, lo que tiene que hacer es escribir lo mejor posible. Todo lo demás son censuras de mediocres, filisteos y parásitos. El problema con el que se encuentran es que la literatura no suele tolerar más objetivo que ella misma: es celosa. Quien escribe como Dios manda, jamás adoctrina. Es una cuestión de incompatibilidad.
¿Cree que está bien planteado el tema de la lectura en el colegio?
Parece que últimamente se pone el acento en el aspecto lúdico de la lectura, y está bien, supongo. Ahora bien, para que el hábito de la lectura perdurara con los años, no sólo hace falta que el niño haya leído, sino que haya desarrollado la sensibilidad y la curiosidad. De nada sirve que haya completado dos fichas de lectura por trimestre si luego llega a secundaria con la profundidad de un charco. Gusto por el conocimiento y la belleza, entonces leerán. Ahora bien, ¿se puede inculcar ese gusto? Quizás no, o no en todos.
¿Cómo enfoca el tema de la lectura con sus hijos?
Por ahora lo tengo fácil. Con dos y tres años, son ellos los que me reclaman continuamente para que les lea. Y no basta con ver las ilustraciones, exigen que el cuento sea “contado”. Si por pereza me salto algo respecto a la versión canónica, si, por abreviar, paso del cerdito con la casa de paja directamente al de la casa de ladrillo, me riñen: “no, papá, así no es: cuéntalo bien”. Son dos minúsculos e insobornables guardianes de la ortodoxia.
José María Contreras Espuny (1987). Doctor en Estudios Literarios por la Universidad Complutense. Profesor en la Escuela Universitaria de Osuna (Universidad de Sevilla). Autor de Crónicas coreanas (Renacimiento, 2016) y Confesiones de un padre sin vocación (Homo Legens, 2018).